La transmisión de poder es inminente. La capacidad que tenga la nueva administración para impulsar una agenda que encuentre bases firmes en la lógica y la razón, y en la realidad a la cual habrá de aplicarse, será un detonador para que los mercados reciban dicha transmisión con repudio o beneplácito. Un tropezón al inicio del sexenio constituye uno de los peores presagios para el país, por gozar de experiencia muy probada en ese renglón.
Desde luego que la posibilidad de que el Plan C se apruebe sin más trámite, y se imponga la agenda totalitarista que al inicio del año anunció el presidente López Obrador, ya dio muestra de ser una mala idea. Tan pronto como se conozca más ampliamente el frágil estado de las variables que sostienen la economía nacional, la añadidura del plan de sometimiento de la Suprema Corte de Justicia como sello de arranque del nuevo gobierno, se convertirá en el vaticinio inobjetable de la pronta llegada del bolivarianismo sudamericano a México.
A la espera de que eso no suceda, y de que prevalezca la sensatez ante a esta desbocada resaca producida por la fiesta electoral, no dejamos de ver la importancia que reviste entender, como parte del nuevo modelo de país al que hoy pertenecemos, cuáles fueron los factores que incidieron en la no aceptación de las reformas constitucionales anteriores a esta administración, que con ahínco ahora se quieren cambiar.
Sobre la reforma al Poder Judicial y la votación de ministros, magistrados y jueces se ha dicho ya mucho; y sobre la desaparición del INE y del INAI también. Hay un grupo adicional de constitucionales autónomos que tampoco complacen a la visión de la cuarta transformación: la Cofece, la CRE, la CNH. ¿Qué tienen de malo los constitucionales autónomos, que resulta tan necesario desaparecerlos?
Cada uno de ellos tiene un origen y una transición política e histórica incuestionable. Se trata de apéndices que se han sustraído a la Administración Pública Federal, dependiente del presidente de la República, que han sido desvinculados de su poder político a efecto de concederles autonomía, en detrimento del poder político que a ese mismo Presidente correspondía.
Si habláramos de la conservación del poder por el poder mismo como justificación de su recentralización, no existiría razón política o histórica que pudiera soportar la idea. Es una regresión descabellada. Ahora bien, si habláramos de la necesidad de encontrar su transversalidad, a efecto de lograr la armonización de objetivos, sin deterioro de su propia competencia, entonces quizá podría encontrarse una lógica esencial que permitiera enmendar los agravios eventualmente sufridos por los otros poderes, en el afán descentralizador.
Dicho en otras palabras: el gobierno de la República puede descentralizarse; lo que sí no se puede hacer, es pulverizarse. Es una República, no diez repúblicas. Que México tenga tres poderes constituidos y once pseudopoderes alrededor de estos, puede constituir una decisión constitucional cuestionable. Porque la autonomía absoluta y desorganizada puede, en un momento dado, traducirse en anarquía desorganizada.
Es ante estos retos que la administración de la candidata ganadora va a tener que encontrar soluciones ingeniosas; que sepa explicar, que sepa transitar. No solamente ante los partidos de oposición –que aunque pinten poco representan un sector social de considerable dimensión y de poderosa influencia–, sino ante los mercados, que lo pueden todo.
Teniendo cada uno de los constitucionales autónomos un propósito ciudadano u otro económico, cada uno diverso o independiente de los demás, es perfectamente entendible que la enmienda constitucional pueda tener por objeto, por lo menos, el de someterlos a la consecución de un fin común constitucionalmente previsto, y que ante su importante número, también por lo menos, dichos organismos se agrupen.
Los constitucionalmente autónomos deben permanecer fuera de la órbita de influencia del Ejecutivo, pero no tienen por qué estarlo del Legislativo o del Judicial. Algunos de ellos, teniendo naturaleza esencialmente administrativa, podrían reagruparse y formar un cuarto o quinto poder de la República, sometido al gobierno de la ley. Podríamos muy bien hablar de un poder ciudadano o de un poder electoral. Podríamos por otro lado hablar de las agencias para el desarrollo económico nacional.
Ante la necesidad de transformar al país, un cambio necesario tendrá que darse en la administración pública. La destreza que tenga y demuestre tener la nueva presidenta para impulsar una agenda ordenada, con los legisladores afines a ella, que demuestre el propósito de la nueva República, constituirá un paso invaluable que permitirá a los mercados tomar un respiro. Saber que los cambios para permitir el progreso no serán pasos para acentuar el caudillismo.
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