En varias reuniones sociales en las que he participado ha surgido la pregunta sobre si López Obrador dejó un mejor país del que recibió en 2018.
El tema en boga es la defensa que hacen los opositores a la 4T de la democracia formal, legal, aquella que divide los tres poderes para que haya contrapesos con el esperanzado (y fallido) propósito de evitar excesos entre ellos y, llegado el caso, como ocurrió en el sexenio pasado, para actuar como oposición al proyecto político del ejecutivo.
Lo cierto es que esa democracia no ha logrado atemperar las desigualdades ni evitar el debilitamiento del poder público mientras el poder económico, lícito e ilícito, seguía concentrándose y fortaleciéndose; ha servido, más bien, como bastión del conservadurismo y de privilegios que son refractarios a planteamientos socialmente progresistas.
Es obviamente muy pronto para medir los efectos de la «democracia» obradorista en un bienestar social que se sostenga en más empleos y mejor pagados, y en el hecho de que todo mundo goce de seguridad en materia de salud, alimentación, vivienda, confianza y paz en la convivencia; ese bienestar sin exclusiones es supuestamente la finalidad del modelo de desarrollo que emprendió el obradorismo.
No hay la menor duda de que los aumentos al salario mínimo y los programas sociales de subsidios monetarios directos a personas de tercera edad, de capacidades diferentes, estudiantes, campesinos y otros sectores, han atemperado en medida importante las desigualdades sociales; las obras de infraestructura de gran envergadura realizadas en el sureste del territorio han de contribuir a atenuar las desigualdades regionales.
Es discutible, sin embargo, que en sentido contrario haya “más bienestar y al mismo tiempo ganaron más los empresarios y los bancos”, como dijo la presidenta Sheinbaum en su toma de protesta, porque además, éstos ganaron en mayor proporción de lo que lo hicieron los pobres.
Cierto, no todos los sectores de la sociedad mexicana fueron beneficiados por la administración pasada; quizás los extremos, los pobres, por un lado, y los ricos por el otro, fueron los más favorecidos; los pobres entre quienes se redujo su número en 9.5 millones de personas, según ha dicho la presidenta, con lo que se rompió la tendencia a su aumento, y los muy ricos porque se hicieron aún más ricos durante el sexenio.
Las clases medias habrían sido las que menor atención recibieron del gobierno; son las más afectadas por los errores cometidos en la política de salud, que debía dar seguridad de recibir los cuidados necesarios cuando se necesitan en la familia; lo hecho en esa materia es muy discutible, aunque no más que la también muy polémica estrategia de seguridad pública.
Podríamos decir que todo lo que se hizo el sexenio pasado lo convierten en materia de controversia los defensores de la democracia formal, y así será mientras sus alcances en el bienestar social sean limitados.
Hay un mérito del obradorismo que es incontrovertible, y es que operó una democracia basada en capacidad negociadora sin recurrir a la represión, a la violencia de Estado contra activistas y minorías opositoras, y lo más importante es que se logró una eficaz contención de los conflictos sociales que al inicio del sexenio eran una olla de presión a punto de tener múltiples estallidos.
Los recursos empleados por esa «democracia» han sido, tanto la reforma laboral con la ampliación de las libertades sindicales, que habrá de redundar en reivindicaciones salariales, como la política social asistencial y en conjunto con el discurso obradorista de dignificación de los sectores populares, han logrado la restauración de expectativas de las mayorías en que su esfuerzo laboral y su pertenencia al México social puede derivar en una mejor vida para sus hijos.
Esa confianza en la movilidad social se perdió desde los años ochenta del siglo pasado y su recuperación es la mejor garantía de una gobernanza realmente democrática.
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