Un fenómeno curioso alrededor de la elección del 2 de junio fue la falta de celebración por parte de los ganadores. Aunque el triunfo de Sheinbaum era muy probable, muchos esperaban una elección cerrada, de forma que cuando los resultados mostraron un triunfo 2 a 1 sobre la candidata de oposición, uno hubiera esperado una gran celebración.
No fue así. La sensación más evidente parecía ser la estupefacción, la sorpresa, la desolación, obviamente por parte de los derrotados. Del lado triunfador no se vio nada. Quienes celebraron fueron los que terminaron en tercer lugar.
Parecería que la sensación entre quienes votaron por la opción ganadora no fue de felicidad, sino de resignación. Muchos querían ganar, porque se habían convencido de que su pensión o su beca estaba en riesgo. No aspiraban a algo más, sino que querían evitar algo menos. Otros aparentemente elegían el mal menor, y eso nunca mueve a festejo.
Es posible que ya muchos estuvieran percibiendo que la sensación de bienestar de los últimos meses no era tan sólida, porque el indicador de confianza del consumidor cayó un poco en el mes de mayo. Por su parte, la confianza de los empresarios, aunque alta comparado con el resto del sexenio, ya tenía tendencia negativa desde un año antes, con la salvedad de las manufacturas. En junio, cayeron todos los indicadores empresariales.
Los defensores del oficialismo insisten en que su triunfo se debe a una mejoría general en el bienestar, pero eso no me parece tan claro. Sin duda hubo más dinero en dádivas, financiado en parte con la destrucción de los servicios públicos, como salud o educación, y en parte con endeudamiento. Pero eso no significa que los mexicanos vivan mejor, sino que viven engañados. Es el populismo económico que tanto daño nos hizo en tiempos de Echeverría y López Portillo, hace medio siglo.
Parte de esos mayores ingresos de la población no vinieron de ahí, sino de remesas y del mercado laboral. Las primeras, como sabemos, crecieron de manera espectacular a partir de la pandemia; en el segundo, los constantes aumentos del salario mínimo han sido benéficos para quienes ya tienen empleo, aunque éste crece cada vez menos. El efecto de las tres fuentes: dádivas, remesas y salarios, se reflejó en una mayor actividad en la informalidad, también elevando ingresos.
Ahora lo importante es si esas tres fuentes son permanentes, o si se trató de una burbuja. Las remesas no están bajo control del gobierno, y su dinámica ha sido general: no nada más crecieron las que vienen a México. Su ritmo, sin embargo, se ha reducido a últimos meses. Las dádivas sí son un problema, porque financiarlas ha exigido destruir la provisión de servicios públicos y el incremento del déficit, en contra de lo que dice la ley. Lo más importante, me parece, es el mercado laboral.
El incremento al salario mínimo, a partir del nivel que tenía en 2016, sin duda era una buena idea. En la época que se discutía, mi sugerencia era duplicarlo, porque prácticamente nadie ganaba menos de los dos mínimos de entonces. En términos reales, esa duplicación ocurrió en 2023. Para no causar problemas en la estructura de las empresas, convenía que los incrementos de ese año y del actual fuesen cercanos a la inflación, pero no fue así. En consecuencia, ya estamos en el terreno en el que los incrementos al mínimo pueden ser un problema. Más cuando se recuerda que el boquete de 2020 lo tuvieron que enfrentar las empresas sin apoyo alguno.
Seguramente usted ya ha visto que la actividad económica se enfría, y las estimaciones para este año y el próximo son cada vez menos optimistas. Veremos cómo se desinfla la burbuja, aunque ya sea tarde.
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