Estados Unidos es un gigante con muy poca tolerancia ante cualquier cosa que considere que contraría sus intereses o que atenta contra su seguridad nacional. Sus intereses —recursos naturales, inversiones, comercio con otros países— los defiende con presiones políticas, seguidas de medidas arancelarias y si ni así le funciona, recurre a la intervención directa, que puede ser armada.
Demócratas o republicanos siguen los mismos principios; Trump advirtió que de ser presidente, impondría 200 por ciento de aranceles a los autos chinos que se produjeran en México para impedir que prosperen esas inversiones en nuestro país, pero en 2015, Barack Obama presionó a Peña Nieto para que cancelara la construcción del tren rápido que uniría la ciudad de México con la de Querétaro, cuya licitación había ganado un consorcio encabezado por China Railway.
Es obvio que México está involucrado en el litigio que abrió Estados Unidos con China para defender su hegemonía ante el gigante asiático; por el momento, ese conflicto se mantiene fuera del campo militar. Trump en su periodo presidencial y Biden lo definieron como la permanencia de su predominio sobre China en tecnología y comercio de productos como microprocesadores y los derivados de biotecnología; también está en juego el papel del dólar como moneda de cambio universal.
Mientras China no adquiera supremacía tecnológica en esos campos, Estados Unidos mantendrá su enfrentamiento con estrategias arancelarias y presiones políticas a países que hagan tratos financieros y comerciales con Beijing, como es el caso de casi toda África y gran parte de América Latina. A esas presiones hay que atribuir el triunfo de Milei en Argentina y procesos judiciales habidos contra presidentes de otros países.
Los gobiernos mexicanos —incluyendo el de López Obrador— han asumido que su política exterior está constreñida a “lo que convenga” a Washington; ese entendimiento con México tiene desde 1994 al TLC como marco de una alianza regional norteamericana en materia de inversiones y comercio.
Aunque Trump se dice contrario al T-MEC, no haría nada que perjudicara a las corporaciones transnacionales que se instalaron en México para aprovechar bajos costos, y que son las mayores exportadoras al mercado estadounidense, pero sin duda querría reforzar a fondo lo que le sirva a su estrategia tecnológica y mercantil contra China.
En lo que Trump sería muy peligroso para México, es en el aspecto militar; él y muchos republicanos consideran que los cárteles mexicanos han causado más muertes de jóvenes estadounidenses que el terrorismo internacional, razón por la cual, argumentan, esas organizaciones criminales deben ser clasificadas como terroristas.
La Ley Patriota de 2001 y la Ley Victoria de 2003 le permiten al gobierno vigilar y enviar tropas a cualquier parte con pretextos como el del antiterrorismo que usó en Afganistán después del ataque del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas, o el de destruir armas de impacto masivo —que resultaron inexistentes— para entrar a Irak en 2003 y derrocar a Sadam Hussein.
También han habido intervenciones concertadas con gobiernos nacionales, como la que acordaron en 1999 los presidentes Clinton y Pastrana para “combatir el narcotráfico, fortalecer las instituciones, la paz y el desarrollo de Colombia”; el Plan Colombia se desarrolló en presencia de asesores militares de Washington, lo que ha dado lugar a versiones sobre la permanencia de 8 bases militares estadounidenses en el país sudamericano, lo cual se niega oficialmente. Lo que es un hecho es que el negocio del narcotráfico sigue ileso —acaso más ordenado— en ese país.
Trump habla de enviar al ejército de Estados Unidos para borrar del mapa a los cárteles mexicanos; lenguaje de campaña, pero es muy posible que si ocupa la Casa Blanca, pretenda concertar con el gobierno de Claudia Sheinbaum un plan conjunto para el sometimiento de esas organizaciones criminales a las reglas del negocio.
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