Constitución y pluralismo político​

A partir de 1963, con los denominados “diputados de partido”, el sistema político mexicano emprendió una tendencia hacia la institucionalización del pluralismo político.

Esa tendencia se ha expresado no sólo en un continuo de reformas constitucionales que le dieron efectividad al voto, sino también en una doctrina jurisdiccional que ha dado forma y garantía al contenido esencial de la forma representativa de la democracia mexicana. Hasta ahora.

La reforma de 1977 introdujo el sistema electoral mixto preponderantemente mayoritario que se mantiene vigente a la fecha. Bajo este sistema, la mayor porción de los escaños de las asambleas legislativas se adjudica a los candidatos postulados por los partidos políticos o coaliciones que obtienen el mayor número de votos en una elección, pero otra parte de escaños se distribuyen entre las fuerzas contendientes según el porcentaje de votos que recibieron en las urnas.

Este sistema responde a dos lógicas elementales. Por un lado, que ningún voto se desperdicie o quede huérfano de representación y, por otro, que el poder público que personifica jurídicamente la voluntad del pueblo sea el reflejo lo más fiel posible del ser del pueblo, esto es, de las identidades, preferencias, intereses o sensibilidades del cuerpo electoral. Ninguno gana todo y nadie pierde todo.

En el proceso de democratización del sistema político mexicano se ensayaron, matizaron, ratificaron o abandonaron distintas reglas con el propósito explícito de conciliar dos valores íntimamente asociados a la estabilidad política y social del país: la gobernabilidad y el pluralismo político.

El gradualismo reformista creó equilibrios pactados en los que, por ejemplo, a cambio de una mayor apertura institucional a las minorías, sobre todo de las izquierdas, el régimen de partido hegemónico conservó dispositivos para asegurar artificialmente el control de las cámaras (la famosa “cláusula de gobernabilidad”). Pero, también, en la secuencia de esos pactos, tuvo que ceder en la constitucionalización de reglas correctivas en la conversión de votos en escaños, precisamente hasta el régimen de 1996 que impuso, simultáneamente, la prohibición a que un partido tenga más de 300 diputados por ambos principios y el límite de 8 por ciento de sobrerrepresentación.

De hecho, en la reforma electoral de 1993, el poder revisor de la Constitución razonó explícitamente que la finalidad de estos límites era evitar que, en la práctica, el sistema de reglas formara artificialmente una mayoría política con la aritmética suficiente para alterar el marco de convivencia común; esto es, que un partido pudiera, eventualmente, alcanzar las dos terceras partes en la integración de la cámara y, por tanto, reformar “por sí sólo” la Constitución.

Esta decisión política fundamental no se ha revertido en ningún momento por el poder revisor o por los intérpretes de la Constitución. Por el contrario, se ha sostenido incluso cuando la habilidad o deslealtad de los contendientes ha puesto a prueba el ideal normativo de que cada fuerza política tenga la proporción de poder que le concedieron los votos. En 2014 se trasladó la prohibición de 8 por ciento de sub/sobrerrepresentación a los mínimos configurativos de los poderes públicos de los estados, para evitar las legislaturas monocolores que aún prevalecían en nuestro federalismo; en 2016 se precisó que el límite máximo de concejales en los ayuntamientos de la Ciudad de México resultaba aplicable para partido y coaliciones; en 2021, el INE primero y luego el Tribunal Electoral introdujeron el principio de afiliación/militancia efectiva para corregir parcialmente el fraude a la Constitución a través de la transferencia de triunfos.

Frente a esta dinámica constitucional, resulta absurdo recurrir a la interpretación textualista de la Constitución o al argumento de que los efectos perniciosos de este sistema de reglas provienen del pasado. Las coaliciones no son sujetos electorales distintos y distinguibles de los partidos políticos: es un sistema de participación electoral, como dice la propia Constitución, que adjudica derechos y obligaciones a los partidos que las conforman. En ningún proceso electoral pasado se había generado una distorsión del orden de 20% como resultado de una maniobra dolosa que, para no perder el derecho de obtener plurinominales, esconde triunfos electorales de mayoría en socios de coalición.

La sobrerrepresentación de Morena es, inequívocamente, una distorsión, una anomalía, que viola un contenido material de la Constitución y debilita un instrumento político de garantía a su supremacía: que nadie pueda tocar, nunca más, la Constitución a espaldas del pluralismo político.

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