Jueces electos​

La Constitución de Estados Unidos se inspiró, sobre todo, en la Carta Magna inglesa, para incorporar los derechos individuales, y en la doctrina de Montesquieu, para organizar el gobierno en tres poderes separados que se equilibran entre sí. Lo común de esas dos influencias era el deseo de evitar la tiranía.

El artículo tercero establece un Poder Judicial formateado sobre el modelo británico, que era el que se venía aplicando en las colonias. Lo nuevo era que declaraba la supremacía de la Constitución sobre las demás leyes e instauraba una Corte Suprema, capaz de modificar las sentencias de los tribunales inferiores y de revisar los otros dos poderes para asegurarse de que no contrariarían lo establecido en la Constitución.

En el orden federal, el presidente nomina a los jueces de todos los niveles y el Senado los ratifica.

Entre 1832 y 1860, los estados fueron redactando sus propias constituciones. A diferencia de la federal, que subrayaba la profesionalización y la neutralidad política de los jueces (gran preocupación de Alexander Hamilton, para garantizar su independencia), 21 de 30 estados determinaron que los juzgadores fueran popularmente electos y dejaran de gozar de nombramientos de por vida y de sueldo fijo, como hasta entonces había sucedido.

A pesar de que después de la Revolución francesa hubo una etapa sangrienta, que produjo la dictadura imperial de Napoleón y la restauración de la monarquía, era popular en las nuevas naciones la democracia radical (esto se reflejó aquí en los escritos de José María Luisa Mora).  Por eso en la Unión Americana todo se quería resolver mediante la democracia directa: los soldados elegían a sus oficiales, los alumnos a los maestros.

Ese fue el caldo de cultivo que utilizaron los antifederalistas y, en particular, el presidente populista Andrew Jackson, para debilitar a los poderes legislativos y judiciales de los estados. Al quitar a los jueces la titularidad vitalicia y al someterlos a la elección popular, los hicieron dependientes de las facciones políticas. La justicia no quedó en manos del pueblo, sino en las de los grupos de interés.

Un visitante perspicaz

Fue precisamente en esa época que el abogado francés Alexis de Tocqueville recorrió de arriba a abajo el país, intrigado por su sistema democrático y, especialmente, por las peculiares características de su judicatura.

El autor de La democracia en América valoró mucho que, a diferencia de Francia o Gran Bretaña, allá había estabilidad con libertad. En gran parte porque los jueces podían revisar la constitucionalidad de las leyes y la de los actos del Ejecutivo y, en su caso, declararlos inconstitucionales.

Estaba consciente de que eso le daba a la Suprema Corte un poder enorme, pero suponía que podía regularse a través del procedimiento para hacer adiciones constitucionales (las famosas “enmiendas”).

Le sorprendió que en los jurados populares participara gente común. En Inglaterra sólo podían hacerlo quienes tuvieran propiedades y educación básica.

Observó que los jueces instruían minuciosamente a los miembros del jurado sobre el sentido de las leyes, el peso de los diferentes tipos de prueba y la trascendencia de declarar la culpabilidad o inocencia del acusado. A su parecer, era una “escuela de democracia” que los enseñaba a conocer sus derechos y a amar las leyes.

Sin embargo, tenía muchas dudas, porque era imposible que en poco tiempo el juez explicara, y los jurados comprendieran, los alcances de las leyes y de la jurisprudencia relativa, así como el valor probatorio de los testimonios o de la evidencia. Notó además que la hábil retórica de los abogados de las partes confundía a los jurados, los emocionaba y les hacía perder la objetividad.

Constató que se aburrían y se distraían.

Peor aún, emitían su veredicto sin comprender cabalmente lo que hacían y con base en prejuicios.

Sobre la opinión popular de los jueces, tenía una opinión menos equilibrada. Desde luego, la participación ciudadana era importante, pero quitarles la permanencia y la seguridad económica les hacía perder respetabilidad. Ponerlos a disputar el puesto en elecciones abiertas era una abominación que anulaba su independencia. Someterlos a las pasiones de la multitud conducía a la demagogia a gran escala.

“Estas innovaciones van a tener resultados desastrosos, tarde o temprano”, concluyó.  Coincidía con Abraham Lincoln, su contemporáneo y también abogado, quien pensaba que la justicia debe estar basada en la razón, no en las emociones (discurso del Liceo de Springfield).

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