En las últimas décadas, hemos sido testigos de un cambio monumental en la forma en que trabajamos. Las plataformas digitales han creado un modelo laboral que, aunque promete flexibilidad y autonomía, ha dejado a millones de trabajadores al margen de los derechos laborales tradicionales. En México, miles de repartidores y conductores de Uber, Rappi, Didi y otras plataformas dependen de estas aplicaciones para sobrevivir, enfrentando días sin descanso, sin seguridad social, sin vacaciones y con ingresos que dependen de algoritmos opacos.
Hasta hace poco, la narrativa predominante en torno a estas plataformas se centraba en la libertad que ofrecían a sus colaboradores. Sin embargo, esta aparente autonomía oculta un sistema que externaliza los riesgos y los costos laborales hacia los trabajadores. La ausencia de contratos formales, prestaciones sociales y mecanismos de protección ante accidentes no solo precariza sus vidas, sino que amplía las desigualdades en un mercado laboral ya fragmentado.
Ante esta situación, México ha dado un paso adelante. La reforma laboral aprobada en diciembre de 2024 representa un avance histórico al reconocer formalmente la relación laboral entre las plataformas digitales y sus trabajadores. Esta legislación busca garantizar que los repartidores y conductores tengan acceso a contratos, seguridad social y transparencia en los algoritmos que determinan sus ingresos y asignaciones de trabajo.
Sin embargo, como cualquier cambio estructural, este avance plantea grandes retos. Uno de ellos es la capacidad del Estado para supervisar y regular a estas empresas tecnológicas, muchas de las cuales operan bajo estructuras fiscales complejas que les permiten evitar responsabilidades. ¿Cómo garantizar que estas plataformas cumplan con la legislación sin generar costos adicionales para los trabajadores? Otro desafío es incluir a quienes generan ingresos menores al salario mínimo. Si bien se busca proteger a quienes más lo necesitan, corremos el riesgo de dejar fuera a los segmentos más vulnerables del trabajo digital.
Estos desafíos reflejan un problema más amplio: nuestro sistema de seguridad social fue diseñado para un mundo laboral que ya no existe. En su origen, la seguridad social partía del supuesto de que los trabajadores tienen empleos estables y formales, lo que permitía financiar pensiones, servicios médicos y seguros a través de contribuciones directas. Hoy, con el auge de la economía digital y el incremento del trabajo informal, este modelo se tambalea.
La solución no puede limitarse a regular plataformas digitales. Debemos replantear el sistema en su conjunto. En países como México, donde más del 50% de la población económicamente activa se encuentra en la informalidad, un sistema que dependa exclusivamente de contribuciones laborales es inviable. En este contexto, propuestas como una renta básica universal o un seguro de desempleo universal no solo son viables, sino necesarias.
Un modelo de renta básica universal, financiado a través de impuestos progresivos, permitiría garantizar un ingreso mínimo a toda la población, reduciendo la desigualdad y dando mayor estabilidad económica a quienes se enfrentan a la precariedad del mercado laboral digital. Por otro lado, un seguro de desempleo universal podría cubrir a trabajadores formales, informales y digitales, asegurando un colchón financiero para quienes pierden su fuente de ingresos.
Otro aspecto crucial es la fiscalización de las plataformas. Para garantizar el cumplimiento de las leyes, es esencial desarrollar mecanismos tecnológicos y jurídicos que permitan al Estado monitorear las condiciones laborales en tiempo real. Aquí, el uso de big data y sistemas de inteligencia artificial puede ser un aliado para detectar irregularidades y asegurar que se respeten los derechos laborales. Asimismo, la transparencia de los algoritmos debe ser una prioridad; no podemos permitir que decisiones opacas determinen el sustento de millones de trabajadores.
Finalmente, es necesario considerar cómo financiar estas reformas. Una opción es el impuesto a la automatización, que busca gravar las ganancias derivadas de la sustitución de trabajadores por tecnología. Este tipo de impuestos podría destinarse a fortalecer los sistemas de seguridad social y a financiar programas de capacitación para quienes enfrentan el riesgo de ser desplazados por la tecnología.
La transición hacia un sistema de seguridad social inclusivo no será fácil. Implica superar resistencias políticas, técnicas y culturales. Sin embargo, los beneficios son claros: un modelo que garantice dignidad, protección y justicia para todos los trabajadores, sin importar si están empleados en una fábrica, un restaurante o una aplicación.
En última instancia, la seguridad social no debe ser reactiva ante los cambios del mercado laboral; debe liderar la transformación. En un mundo cada vez más digital, tenemos la oportunidad de rediseñar nuestras instituciones para que estén a la altura de las necesidades del siglo XXI. Hoy, más que nunca, la seguridad social debe ser un derecho universal, una garantía de estabilidad en un mundo marcado por la incertidumbre.
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