El regreso de Donald Trump a la presidencia de los EU suscita desde virulentos rechazos hasta suspiros esperanzadores, así como análisis fundados en datos y otros de corte ideológico, que desde la primera línea se puede inferir la conclusión, pero eso sí, indiferencia no. Desde mi punto de vista, es mucho más que el paso de la estafeta en el gobierno de un país; se trata de la clara evidencia del tránsito de una época a otra.
Desde hace al menos una década se veían síntomas de que el modelo neoliberal, a la Thatcher-Reagan y acentuado por la caída del Muro de Berlín, encontraba sus límites. La globalización cambió la geopolítica, los centros de poder económico y su correlato político; se modificaron los pesos relativos de los principales actores (EU, Rusia, Europa, China, Asia, etcétera). Además, al liberalismo se le enfrentan hoy las ortodoxias religiosas y las tendencias populistas, y pasamos del discurso al enfrentamiento bélico.
Poco duró el esperanzador influjo democrático en la Europa del Este, Polonia y Hungría son claro ejemplo de ello, pero qué otra cosa esperar si las “democracias consolidadas” dieron muestras de su fragilidad con el crecimiento de pulsiones de ultraderecha en Inglaterra, Francia, Alemania, Italia y los mismos Estados Unidos, por solo citar algunos ejemplos.
Estamos ante una reconfiguración no solo de los mercados, sino además de los sistemas políticos y de gobierno y de los paradigmas ideológicos que amalgaman comunidades, países y regiones.
Plantearlo así no es solo un problema académico de cómo entender el mundo —que lo es—, sino de prácticas sociales que nos llevarán a una nueva época en la historia, en la que si bien habrá ciertos patrones que se repitan y fenómenos que recordarán cierta similitud con otros del pasado, estamos ante la configuración de fenómenos nuevos que cambiarán las reglas conocidas de la convivencia local, regional y global. Y por si fuera poco, las nuevas tecnologías, sin duda la inteligencia artificial, tendrán consecuencias de la mayor magnitud para la sociedad que se está edificando.
No estamos frente a una tragedia terminal; la historia consigna estos cambios de época que, si bien en momentos se viven como apocalípticos —por el temor a lo desconocido y los lastimosos saldos que esas transiciones suelen implicar—, la humanidad ha logrado transitarlos. El gran reto en este momento es ver si el avance del conocimiento y la memoria de dolorosos tránsitos históricos nos han permitido aprender para reducir costos y construir un estadío en el que convivamos en libertad y en condiciones de igualdad de oportunidades.
Mientras todo lo anterior transcurre, México no es una isla y nuestro futuro no se define solo frente a la relación con los EU, aunque ésta tenga la mayor relevancia. Tenemos que vernos como comunidad con nuestra singularidad y como parte de la complejidad que nos rodea y eso nos debe involucrar a todos independientemente de nuestras diferencias. Comentario este último que habrá quien califique de ingenuo; yo digo que es una cuestión de principios y de viabilidad como nación.
Sin duda, enfrentamos como país un desafío frente a los cambios en el contexto internacional, pero eso no debe cegarnos frente al reto interno y menos, so pretexto de lo externo, plegarnos a una narrativa a modo del gobierno en turno.
La semana pasada se presentó el denominado “Plan México”, estrategia para enfrentar la actual situación y que habrá que valorar en sus méritos y en sus términos una vez que se conozcan sus implicaciones, alcances y “detalles”. Pero a la par emerge un discurso amigo-enemigo, aquel que se pronuncia como: estás conmigo o contra mí y en el que el actual gobierno se erige como México, para eventualmente concluir: si no apruebas mi proceder, eres un enemigo de la patria.
México ha conocido antes esa narrativa; el régimen priista lo usó en múltiples ocasiones con diferentes tonos, desde el de Díaz Ordaz en el 68 hasta el de Salinas de Gortari en la negociación de la primera versión del tratado comercial con EU y Canadá.
El que un gobierno se apropie de todo México para llamar a la unidad nacional tampoco es una novedad; en 2012 Peña Nieto utilizó esa retórica cuando impulsó el “Pacto por México”, para solo recordar un episodio reciente.
Ahora nos podemos enfrentar a un caso similar; independientemente de las razones económicas, el actual gobierno parece configurar una narrativa “nacionalista” frente a un “extraño enemigo” y llama a cerrar filas en torno de él, considerando a quien no lo haga como traidor a la patria. Espero equivocarme, pero prefiero manifestarlo y estar equivocado a callar; estas son fórmulas probadas de los regímenes populistas.
Sin duda vivimos tiempos de definiciones como país en un entorno complejo que se precipita hacia una nueva época histórica y eso requiere de la más amplia deliberación, sin más condiciones que el aportar lo mejor de cada quien; eso realmente conducirá a la unión, y no atender a la solicitud de plegarse, acríticamente, a la unidad a toda costa como punto de partida. Del diálogo entre los diferentes seguramente saldrán mejores soluciones y la legitimidad derivada del consenso. Inhibir la discusión, peor aún reprimirla, solo conduce al autoritarismo y a reducir la visión de las salidas en tiempos difíciles.
POSDATA: No podemos dejar pasar el discurso de despedida del presidente Biden en el que advierte de los riesgos del advenimiento de un gobierno plutocrático, en donde los más ricos imponen sus condiciones. Habló quien sabe al respecto.
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