En los años cincuenta del siglo pasado, una veintena de niños inuit de varias aldeas de Groenlandia de entre cinco y nueve años fueron arrancados de sus familias y llevados a Copenhague a fin de que aprendieran el danés. No solo eso: el objetivo era que se formaran en la lengua de la metrópoli y que, con los años, se convirtieran en una pequeña élite capaz de mandar en su isla para encauzarla hacia la modernidad. Para eso habían seleccionado a los pequeños más inteligentes y despiertos. Los niños estuvieron dos años en Dinamarca. Algunos, al volver, no podían hablar con sus padres porque habían olvidado su propia lengua. Regresaron a su país, pero no a su aldea: les internaron en una especie de orfanato para seguir con su reeducación, que duró varios años más.
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