La democracia no se la debemos a la Revolución mexicana. Los gobiernos derivados de ésta inventaron el sexenio. Fue la alternancia la que se hizo cargo del sueño por el que fue asesinado Madero.
Dado que vivir fuera del sistema priista era considerado un error, el Revolucionario Institucional perfeccionó la simulación electoral para premiar a los leales y castigar a los rejegos.
Entre otras, por esa razón el régimen vivía ensimismado. Y fueron recurrentes crisis provocadas por su cerrazón las que le obligaron a abrirse, en especial a partir de la elección sin competencia de 1976.
De entonces acá, se sabe, reiterados ciclos de reformas fueron pactadas entre los partidos, no siempre todos y no siempre los mismos.
Una cosa llevó a la otra: los fraudes y la simulación del régimen seguían; pero antes que mermarla, dieron más fuerza a la oposición, lo que igualmente aumentaba la resistencia de los priistas.
A partir de esa tensión, se cocinó el modelo de organización, vigilancia y sanción de elecciones que tenemos hoy. Todos pidieron, no todos quedaron plenamente conformes, pero no hubo perdedor absoluto.
Fueron esos diálogos, y en ellos el rol de las izquierdas nunca fue menor, aunque hubiera intentos de minimizarlas, los que cumplieron el sueño maderista: inició el ciclo de las elecciones presentables.
Ese invento institucional es el mejor de la historia de la democracia mexicana y está a nada de ser machacado. El Instituto Nacional Electoral vive horas críticas y pocos doblan las campanas de alerta.
Decir que es el mejor invento de la democracia mexicana debe entenderse claramente. El hoy INE es hijo de nuestros mayores defectos, no podría ser de otra mera si durante siete décadas vivimos fraudes, abusos y engaños.
La desconfianza fue el motor para un diseño operativo que tendría como máxima meta, precisamente, lograr procesos electorales confiables: que de principio a fin, antes de las campañas incluso y después de éstas por supuesto, fueran libres, equitativos y ciertos.
Que el voto cuente. Es decir, que no se pudiera comprar o inducir; que si había maniobras para ello, se castigaran. Que nadie manipulara el conteo. Que el sistema no se cayera en el recuento. Y que esa cuenta de la voluntad popular fuera no sólo creíble sino verificable…
Para lograr algo así, en trabajosos ciclos reformadores se fue arrebatando, antes que nada, a gobierno y partidos el monopolio de las elecciones.
Los ciudadanos fueron incorporados cada vez más y con mayor responsabilidad, no sólo como veedores, sino como parte sustancial al impulsar soluciones inmediatas y a futuro.
Los fraudes, sin embargo, seguían presentes, y en elecciones locales tomó más tiempo extirparlos o hacerlos menos efectivos.
Hasta que las elecciones de 2000 fueron regidas por un consejo presidido por un ciudadano. De orígenes sindicalista e –en México no es pleonasmo– izquierdista.
Al perder el PRI la Presidencia no hubo crisis ni nada parecido porque el resultado arrojado por el invento era consistente con la voluntad popular. El órgano electoral ahora sí era creíble.
Para lograr eso, se construyó un esquema donde quien preside el hoy INE es primo entre pares: presidencia obligada siempre a negociar dentro, porque la sofisticada y cara estructura operativa depende de acuerdos horizontales entre la mayoría de los consejeros.
O más bien dependía. Porque Morena cambió la ley y la presidencia del INE ahora puede gobernar prácticamente sola.
Con el IFE/INE llegan a Palacio, intercambian estados y dominan el Congreso unos y otros. ¿Por qué entonces el cambio legal hecho por el Senado hace dos semanas al modificar el requisito para que la presidenta electoral pueda nombrar directores sin consensar?
Sólo hay una explicación. El gobierno, como antes de 1988, cree en la “no reelección”, pero no en el “sufragio efectivo”. Para permanecer sexenios, le estorba el mejor invento de la democracia mexicana.
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