Acapulco, un año como zona de desastre​

Entre las piscinas de un hotel de lujo suena para un puñado de turistas “la vida es un carnaval”. A unos metros, las colonias populares acumulan más de dos semanas sin agua y una protesta de cientos de trabajadores corta una avenida: tras el último huracán no les queda playa ni nadie para el que trabajar. Al otro extremo de la ciudad, con sus 72 años y su vista a medias, Lidia Villavicencio Miranda camina bajo el sol encorvada por la edad y las bolsas. Todas las ha tejido a mano para ofrecerlas a los visitantes. Vende una y abre mucho los ojos y celebra: va a poder comer. Una roca enorme, mayor que un coche, rompe la calle en la que vivían doña Manuela y Melquiades antes de que un deslave destrozara sus casas y se los llevara. En una escuela primaria, una pila de desechos hace de entrada. Otis dejó las aulas sin techos y John las llenó de lodo; el resultado es el mismo: no hay lugar para que los niños puedan estudiar. Cerca, cinco militares empuñan alertas sus armas frente a un puesto de comida, un sexto compra un pollo. Ha pasado un año y la historia no cede: Acapulco es zona de desastre.

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