Es una frase durísima atribuida a Ayn Rand. Seguramente se le complicará entenderla a la gente buena: “Piedad al culpable es traición al inocente”. Claudia Sheinbaum, mujer esencialmente bondadosa, está convencida de que, para gobernar correctamente a México, debe mirar hacia adelante y no distraerse con el pasado, por más espantoso que haya sido.
Por tal motivo, la presidenta ha dicho que su administración no investigará a Felipe Calderón, quien necesariamente sabía —por lo tanto, ha sido cómplice— de las atrocidades cometidas por su secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, hace unos días condenado a 38 años de prisión por haber sido encontrado culpable de haber trabajado para el cártel de Sinaloa mientras conducía las operaciones de la guerra fallida contra el narco.
Imposible creer quer Calderón no conocía la otra vida —la de delincuente— de su superpolicía. No hay ninguna posibilidad de engañar, durante seis años, a un hombre inteligente y con poder. El esposo de Margarita Zavala, sin ser un genio, es bastante listo y hacía lo que se le pegaba la gana en la presidencia de México que se robó en las elecciones de 2006.
Leí una reflexión sobre la frase “piedad al culpable es traición al inocente” de un analista argentino, Rogelio López Guillemain —me parece que de ideología neoliberal, lo que no debería ser un motivo racional para descalificarle en una nación, como la mexicana, tan entregada a un proyecto político de izquierda—.
López Guillemain empezó por utilizar despectivamente la palabra buenismo. Lo hizo porque no ayuda, en la solución de los conflictos más graves, caer en la excesiva benevolencia respecto de quienes los han provocado y agravado.
No todo buenismo es criticable. Jamás rechazaré tajantemente lo que alguien ha llamado buenismo epistémico —el que apunta que todo punto de vista es legítimo y la actitud adecuada es el respeto y la valoración—, porque tal actitud nos llevaría a reprimir a quienes piensan distinto por parecernos peligrosas sus ideas.
Pero el buenismo perjudica, y mucho, en crisis de Estado como la relacionada con la espiral de violencia que hemos sufrido desde que Calderón declaró su estúpida guerra contra el narco, lo que hizo para intentar que se olvidara el fraude electoral que lo llevó al gobierno.
Hoy sabemos que Calderón entregó el diseño de la estrategia —absolutamente fallida— y la conducción de las operaciones de combate, todas realizadas a tontas y a locas, a un aliado del enemigo, García Luna, quien trabajaba para el narco.
El mencionado articulista Rogelio López Guillemain parte de una cita de Ulpiano: la justicia es “dar a cada uno lo suyo”. Así, concluye López Guillemain, “lo suyo del culpable es la condena, lo suyo del inocente es el resarcimiento y lo suyo de la sociedad es el alcanzar la convivencia en paz”.
La condena a García Luna ha sido un gran paso para volver en México a la convivencia pacífica. Otro paso importante se dio en el anterior sexenio con la creación de la Guardia Nacional y, así lo creo, el paso definitivo ha sido el hecho de que regresara a la acción un tándem que ya demostró su eficacia en el combate a la violencia, el tándem Sheinbaum-Harfuch.
Pero, para disuadir a futuros gobernantes de volver a entregar el sistema de seguridad pública a delincuentes, el castigo no debe quedar solo en García Luna. El jefe de ese narcotraficante, Calderón, también debe ser ejemplarmente sancionado.
A pesar de que su imagen iba a deteriorarse en el mundo, Benito Juárez no perdonó la vida a Maximiliano para dar una lección: el que la hace la paga, y el que invade a México pierde la vida. Así de sencillo.
Las fechorías de Felipe Calderón deben investigarse y castigarse. Es culpable. Dejarlo en paz es traicionar a tantas personas inocentes, sobre todo a cientos de miles de víctimas de su fallida guerra contra el narco.
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