La rectoría del Estado, entendida como la capacidad de dirigir y orientar la actividad económica de un país, ha sido un tema central en el debate político y económico en México.
El debate no es nuevo; sin embargo, con la llegada al poder de Andrés Manuel López Obrador, el enfoque neoliberal de la relación política-economía cambió y por ende las relaciones con la iniciativa privada.
Como parte de una reestructuración del Estado, la administración anterior otorgó preeminencia a las empresas públicas y fundó alrededor de 50, que lo mismo surten gas para la población de escasos recursos, ofrecen servicios bancarios y turísticos o conducen la exploración y explotación de litio, un mineral que a decir de expertos es el futuro de la energía. La creación de estas empresas representó hasta 2023 una sangría de alrededor de un billón 500 mil millones de pesos provenientes de las arcas públicas.
Sin embargo, la experiencia del Estado como administrador en la mayoría de los países de América Latina ha sido a lo largo de la historia, por decir lo menos, funesta. En estos países, los directivos o rectores de empresas estatales no se someten a un riguroso escrutinio público y privado, lo que provoca que muchas veces puestos de gran relevancia sean ocupados por personas impreparadas, ignorantes, flojas, irresponsables y deshonestas.
Salvo en países desarrollados como Noruega o Suecia, donde las empresas estatales operan bajo una estricta rendición de cuentas, en América Latina estos intentos han resultado un fiasco con compañías estatales improductivas y endeudadas.
Si bien la intención de que el Estado regule y se involucre en actividades empresariales es hasta cierto punto noble, pues busca controlar precios, subsanar desequilibrios estructurales y promover el desarrollo y el bienestar social, su implementación genera problemas que obstaculizan el crecimiento empresarial y la competitividad.
En un modelo de rectoría del Estado, el piso no es parejo y la inestabilidad en las políticas públicas es un lastre constante para las empresas de la iniciativa privada. Los frecuentes cambios de reglamentación, las expropiaciones y las intervenciones gubernamentales en sectores específicos generan un clima de incertidumbre que desalienta la inversión, la competencia y la innovación.
Las empresas necesitan un marco regulatorio claro y estable para poder planificar a largo plazo y tomar decisiones estratégicas. De acuerdo con expertos, la reciente reforma judicial y la inseguridad son dos de los grandes pendientes que pueden aletargar el desarrollo de México, pues ambas vulneran la certidumbre que supuestamente tendrían que brindar las leyes.
Pero el problema no se queda ahí, pues la corrupción que históricamente ha permeado en todos los niveles de los gobiernos —independientemente del partido que se trate— siempre se ve reflejada en las empresas que están bajo rectoría del Estado.
Los puestos directivos no responden a criterios de confianza, eficacia y eficiencia, sino al pago de favores, amistad de cuates y relaciones de compadrazgo. Esto, lejos de solucionar el problema, lo profundiza, pues además de la corrupción también se deben remediar los errores que conlleva colocar perfiles improvisados en espacios de responsabilidad pública.
Mientras la corrupción y el pago de favores no se arranquen de raíz y el Estado siga asumiendo funciones que no le correspondan, en lugar de conseguir beneficios para los países, las empresas públicas terminarán por convertirse en una carga fiscal, y la competitividad quedará estancada bajo una economía regulada por una mano invisible, que en lugar de equilibrar, oprime. Como en las buenas universidades, su calidad, nivel académico y preparación de los estudiantes depende del perfil profesional y personal del buen rector.
Sotto Voce
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