Fue una inundación; una borrachera; una orgía. El idioma, en un homenaje permanente a Cantinflas, durante los últimos seis años fue utilizado como el mayor instrumento de agitprop político en la historia del país. Si alguien recopilara y analizara la estructura gramatical y orgánica del contenido de las maneras de hablar, encontraría que durante seis años los mexicanos escuchamos constantes contradicciones y, en ocasiones, argumentos sin sentido o sin trasfondo. Y todo esto ocurrió sin producir ningún escándalo.
Se quiera o no se quiera y se interprete como se quiera interpretar, estamos en un punto de la historia en el que las generaciones futuras nos pedirán cuentas y resultados de lo que hicimos con lo que nos tocó. Hubo un tiempo en que las palabras y la dialéctica se utilizaron como forma de hacer gobierno. Hoy, eso ha terminado. Hace dos semanas, el gobierno de la dialéctica llegó a su fin. Y no es que el viento se haya llevado las palabras, sino que fueron usadas y desgastadas de tal forma que su uso como herramienta de gobierno ha dejado de tener la importancia que tenía.
Seguir vivos. Mantener el orden. Reafirmar la hegemonía y la fuerza del Estado por encima de todo. Siempre han existido y siempre existirán los malos, pero lo que verdaderamente permite construir la historia de los países y pavimentar los caminos de las libertades y los derechos es la fortaleza inquebrantable de un Estado. Una fuerza que esté por encima de todas las demás fuerzas que intentan socavarla, y que no haya nada ni nadie que sea capaz de amenazarla, mucho menos de atentar contra ella. Se adopte la postura que se adopte o se mire como se mire, desafortunadamente este no es el caso de México.
Hace 20 años, supimos que el hambre, la miseria y la pobreza podrían ser aprovechadas para nutrir al mayor ejército de sicarios al servicio del mal. Hoy, 20 años después, vemos el fruto de esa cosecha. Lo que no supimos cortar de raíz, hoy ha madurado, ya no sólo en los jóvenes, sino en la estructura misma del sistema. Nunca se identificó que la verdadera solución no estaba en quitarles las armas o las drogas –que, de eso, sin duda, conseguirían más–, sino en combatir el pensamiento que llevaba a elegir ese camino del mal. Un pensamiento que prometía un éxito efímero pero rápido, y que hacía preferir “vivir poco, pero bien” a “vivir mucho, pero jodido”.
El panorama nacional no sólo muestra un mapa en el que los cárteles han crecido y se han expandido tanto que ya forman parte de la estructura del poder, sino que su fuerza es ya tan importante que, ya sea por la ausencia de combate o por evitar cualquier tipo de enfrentamiento, han logrado arrinconar a las fuerzas legítimas de defensa del Estado mexicano. Esto nos ha llevado a una situación en la que, al presentar cualquier plan o estrategia de defensa nacional, no sólo se considera la eficacia de su propuesta, sino que simplemente se percibe como algo utópico o imposible de conseguir. Es un árbol plantado en un terreno yermo, agotado por el uso indiscriminado e inagotable de las palabras.
El día que se eligió para presentar el nuevo Plan de Seguridad Nacional fue un mal día, rodeado de malas circunstancias. Para asegurar sus objetivos, la seguridad exige eficacia, y la eficacia exige discreción. Sin embargo, como en política es necesario ponerles nombre a las cosas e interpretarlas adecuadamente, se debe dejar claro si la estrategia, a partir de ahora –pese a los 200 mil muertos y a todo lo que nos ha tocado vivir– seguirá jurando fidelidad al lema de “abrazos y no balazos”.
Esta es una de las grandes disyuntivas que tiene la presente administración frente a un pueblo que, hasta el momento, no ha tenido más opción que acostumbrarse y vivir con las decisiones tomadas por otros. Un pueblo que, sin quererlo, ha tenido que ser testigo de tantas barbaridades que superan lo imaginable. Para entender esto, basta con ver lo sucedido con el alcalde de Chilpancingo, la capital de Guerrero, y cómo –por lo que se ve en las fotografías– sus asesinos fueron capaces de degollarlo casi sin derramar ni una gota de sangre. Nunca se sabe cuándo un hecho delictivo o histórico será un parteaguas en el desarrollo o la narrativa de un país. Da la impresión de que la decapitación del alcalde de Chilpancingo es un punto sin retorno en la concepción de lo que significa la pérdida de control por parte del Estado en muchas partes del territorio nacional.
Apenas han pasado poco más de 10 días y ya podemos sentir el silencio atronador que supone no escucharlo todas las mañanas. Se entiende que, ya sea por convicción o por necesidad del guion, se debe reafirmar la fidelidad de esta nueva administración al verdadero líder. No obstante, se entenderá mucho mejor un plan de seguridad –como el que al parecer se va a implementar en Ciudad de México– que dé resultados y permita al Estado retomar el control sobre muchas partes del país.
A Omar García Harfuch y a Claudia Sheinbaum hay y habrá que juzgarlos por sus resultados. Empezaron bien. El paseo del actual secretario de Seguridad y Protección Ciudadana junto al secretario de la Defensa Nacional, el comandante Ricardo Trevilla Trejo, por las calles de Culiacán fue un buen mensaje. Sin embargo, hemos llegado a un punto en el que ya no son suficientes los mensajes ni los símbolos; es necesario consolidar la recuperación del monopolio de la fuerza por parte del Estado. Pero, más allá de retomar la hegemonía de la fuerza, el Estado debe recuperar su capacidad operativa y el poder de afirmar que su voz, sus decisiones y sus leyes son hechas por quienes realmente dirigen al país y tienen la última palabra.
Hay pocos elementos que servirán como verdaderos parámetros del éxito o fracaso de la ‘4T’, y la seguridad es uno de ellos. Habiendo concluido la orgía y el romanticismo de las palabras, ha llegado el tiempo de los resultados. Tanto la presidenta Sheinbaum como sus secretarios Harfuch y Trevilla deben saber que la continuidad del propio sistema dependerá de lo bien o mal que lo hagan en este campo. Mientras tanto, da gusto ver a los secretarios de Seguridad y de la Defensa Nacional trabajando en labores de pacificación y no sólo en la construcción o contribución al desarrollo estructural del país. Da alegría ver que el nuevo comandante Trevilla se está enfocando más en lo realmente importante: idear estrategias para preservar la paz de los ciudadanos mexicanos, más que en construir proyectos civiles, ya sea en forma de refinerías, trenes o aeropuertos.
Necesitamos que volver a caminar por las calles sin miedo ni preocupación sea un éxito tan grande como el del iPhone. Necesitamos que el Ejército recupere el origen principal de su función y que –como lo dice su lema– sean “siempre leales” a la consolidación y preservación de la defensa nacional. Y es que, sin elementos que nos aseguren el simple hecho de vivir, estaremos abandonados a la más absoluta indefensión y en manos de quienes buscan instaurar el mal en el país. En definitiva, necesitamos ir más allá de las palabras.
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