Agenda económica para el nuevo gobierno​

Los resultados económicos de la administración gubernamental que acaba de concluir fueron desfavorables. La información disponible sugiere que el crecimiento anual promedio del sexenio habría sido aproximadamente 0.8 por ciento, lo que implica una contracción del producto por habitante.

Durante este período, la economía mexicana estuvo afectada por la pandemia del Covid-19 y las disrupciones en las cadenas globales de suministro. Sin embargo, la naturaleza mundial de estos choques y el dinamismo económico inferior de México respecto al de Estados Unidos y de otras naciones ponen de manifiesto que el rezago de nuestro país obedeció a factores internos. La causa más evidente fue el enfoque de políticas públicas aplicado por el gobierno del expresidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el cual exhibió tres características.

La primera consistió en el incremento de obstáculos a la iniciativa de los particulares que, entre otros, incluyeron prohibiciones a producir, como en el caso de la suspensión, en la práctica, de la reforma energética aprobada durante el sexenio previo, lo cual minó la rentabilidad de las inversiones realizadas y frenó nuevos proyectos. También, el gobierno cambió inesperadamente las condiciones de algunos contratos de provisión privada de obras públicas y aplicó discrecionalmente las leyes, agravando con ello la incertidumbre jurídica. Asimismo, el deterioro de la seguridad pública elevó el costo de operar y, en ocasiones, obligó a las empresas a retirarse de algunas regiones.

La segunda particularidad residió en la postura de AMLO de denostar la aspiración por una vida mejor y, en su lugar, exaltar la pobreza. Estos mensajes se reforzaron con la proliferación de transferencias monetarias a diferentes grupos de interés, que promovieron la dependencia de amplias capas de la población respecto de los apoyos gubernamentales.

La abundancia de los programas clientelares se realizó como si los recursos fueran gratuitos. La administración presumió los beneficios de los receptores, por ejemplo, la disminución de ciertos índices de pobreza de forma dependiente de las ayudas, e ignoró el costo de oportunidad que, aunque haya sido invisible, fue real. El sacrificio incurrido pudo ser elevado, ya sea por la producción privada eliminada o la menor provisión de bienes públicos, según haya sido la mejor alternativa.

El gobierno complementó las transferencias con incrementos extraordinarios de los salarios mínimos, aduciendo que éstos no conllevarían costo alguno. Aunque al principio la inhibición del empleo pudo haber sido baja, es probable que posteriormente se haya acrecentado, como se infiere del aumento de los empleos formales menor al de los dos sexenios previos.

La tercera característica estribó en el dispendio fiscal, reflejado en la suspensión de la construcción avanzada del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, así como la dedicación de una parte notable del presupuesto a obras de exigua o nula productividad, como el Aeropuerto Felipe Angeles, el Tren Maya y la Refinería de Dos Bocas. Una vez más, el costo de oportunidad de este desperdicio podría contribuir a explicar el bajo dinamismo de la economía.

Si la nueva administración desea obtener mejores resultados económicos, supuesto sujeto a verificación, debería cambiar drásticamente de rumbo. Hacer más de lo mismo, como lo apuntan algunos proyectos de la presidenta Claudia Sheinbaum (CS), en un entorno institucional en deterioro, presagiaría un desempeño inferior al del sexenio de AMLO. Las siguientes condiciones ilustrarían el cambio deseable.

Convendría que CS favoreciera una visión económica ambiciosa de país. Si bien existen tareas impostergables, como la reducción del déficit fiscal para apoyar la estabilidad financiera, la estrategia debería privilegiar el largo plazo sobre el corto, así como la consolidación de bases que promuevan el progreso, sobre los ajustes superficiales.

Además, el gobierno necesitaría desaparecer, cuanto antes, los obstáculos a la inversión, removiendo las prohibiciones, simplificando las regulaciones, proporcionado certeza jurídica y combatiendo la inseguridad. La lucha contra la delincuencia ha fallado, entre otras razones, porque ha partido de un diagnóstico incompleto de las causas, al ignorar la escasa persecución y la baja probabilidad de castigo por los delitos.

Finalmente, el diseño de la política gubernamental requeriría considerar los incentivos y los efectos colaterales generados, mientras que el uso de recursos debería tener en cuenta el costo de oportunidad, el impacto de largo plazo y el efecto sobre toda la sociedad. Es preciso que el entusiasmo por la pobreza y la tutela gubernamental sea remplazado por la promoción de la independencia y la superación personal.

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