México vive tiempos sin precedentes. Por primera vez en su historia, o al menos, desde 1917, existe una amenaza abierta, por parte de dos poderes de la Unión, de eliminar al tercero. Me refiero al atentado del Ejecutivo y el Legislativo contra el Judicial.
Si bien es cierto que el poder Judicial es el que goza de menor grado de legitimidad, pues sus miembros no son electos y repetidamente sus decisiones pueden resultar impopulares, es el que garantiza el orden y el respeto, a la vez que se encarga de evitar los atropellamientos contra las libertades y los derechos de los ciudadanos.
En el contexto de la reforma al Poder Judicial, ha trascendido que se han presentado más de setenta demandas de amparo por parte de jueces y magistrados. El Judicial, a través de sentencias emitidas por jueces de distrito, ha ordenado en reiteradas ocasiones la suspensión de los trabajos legislativos, tal como lo hizo en relación con la promulgación de la reforma.
AMLO, en su momento, hizo caso omiso. En días recientes, la presidenta Claudia Sheinbaum, en un abierto desdén hacia el Poder Judicial, ha lanzado anatemas contra la Corte ante la decisión de ésta de aceptar la revisión de la constitucionalidad de la reforma.
La jefa del Estado mexicano, recuperando el discurso de su antecesor y del resto de los corifeos del régimen, descalificó a los ocho ministros refiriéndose a la pretendida defensa –a juicio de la presidenta– de sus altos salarios y privilegios.
El presidente de la Mesa Directiva del Senado, el flamante senador Gerardo Fernández Noroña, fiel a su instinto incendiario y perturbador del orden público, ha asegurado que la reforma será implementada con independencia de las eventuales resoluciones de la Suprema Corte.
En suma, el régimen busca el aniquilamiento del Estado de Derecho mediante el desacato de órdenes judiciales que signifiquen obstaculizar el proyecto de la autoproclamada 4T.
Ellos, con el apoyo del “pueblo” (con la acepción maniquea, tramposa y manipuladora del término) se auto perciben con la legitimidad de hacer lo que mejor les plazca sin el menor miramiento a la legalidad o a las decisiones de un “juez pedorro”, como ha llamado el impresentable senador Noroña a los jueces de distrito.
Si la Suprema Corte declara la inconstitucionalidad de la reforma, lo que dependerá del ministro que elabore el proyecto y de la eventual decisión de ocho de sus once, no será más una suspensión emitida por un juez de distrito la que sería objeto del desacato, sino del máximo tribunal jurisdiccional del Estado.
México atraviesa períodos tormentosos marcados por el desdén hacia la legalidad, hacia los órganos constituidos, y desde luego, hacia el Estado de Derecho.
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