La retórica del golpe de Estado se ha convertido en la más reciente víctima del oficialismo y sus simpatizantes, quienes la dilapidan irresponsablemente, sin el menor atisbo de conocimiento de causa. Han manoseado tanto el concepto que, entre tanto eslogan vacío y vituperio mediático, han logrado lo impensable: normalizar la idea de un golpe de estado en México, usando nada más que saliva ignorante y ponzoñosa. Así, la verborrea oficial se despliega como un discurso peligroso, trivializando lo que históricamente ha sido una tragedia para democracias frágiles, y transformándolo en una simple etiqueta para descalificar a todo aquel que disienta.
Su estupidez es del tamaño del disparate. Pero no sorprende. Llevan seis años derrochando idiotez y sandeces con una constancia que rayaría en lo admirable, si no fuera tan patética.
Basta con recordar cuando acusaron de golpistas a los padres de familia de niños con cáncer que protestaban legítimamente por el desabasto de medicamentos, provocado por la incompetencia criminal de la administración anterior. Familias desesperadas por la salud de sus hijos, ciudadanos ejerciendo su derecho a protestar, etiquetados sin más como conspiradores y enemigos del pueblo y de la patria. Ese despropósito ya nos anunciaba lo que vendría después: el uso del término golpe para cualquiera que se atreviera a desafiar la narrativa oficial.
Así, no sorprende que ahora las ministras paleras y ramplonas acusen de intento de golpe de Estado a sus colegas en la Suprema Corte, simplemente porque defienden la autonomía del poder judicial. En el vocabulario reducido del oficialismo, no hay más opción que la obediencia ciega; todo lo demás es traición, sedición, golpe. Y luego, como era de esperar, la feligresía obnubilada no tarda en hacer eco de las falacias, replicando la tontería con la misma vehemencia que los caracteriza, llenando redes y medios de conceptos que no comprenden, pero que repiten con la fe de quien no cuestiona.
El análisis de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en torno a la queja contra la reforma al Poder Judicial puede carecer de un fundamento jurídico sólido; sin embargo, los reiterados desacatos por parte del anterior Ejecutivo, presentados bajo el disfraz de una desobediencia jurídica falaz, han convertido a nuestro Estado de Derecho en una entelequia frágil. Ninguna transgresión constitucional puede justificar a la otra, pero resulta irónico que hoy los ministros recurran a la máxima obradorista: que la justicia prevalece sobre la ley. Esta contradicción revela una poética jurídica que merece reflexión.
Porque la desobediencia no está contemplada ni en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos ni en ninguna legislación vigente. La obligación de la autoridad siempre debió haber sido recurrir o impugnar las suspensiones ilegales que se dictaron contra la promulgación de la reforma judicial. No obstante, se optó por ignorarlas. Se rieron. Lo que es terrible. Pues por más arbitrarias o cuestionables que sean estas últimas determinaciones de la autoridad judicial, sus resoluciones no dejan de ser órdenes judiciales.
Se vienen tiempos complicados. Se atisban en el horizonte escenarios siniestros: desacato o disolución de la corte. Empero de ninguna manera un golpe de Estado. Por eso mi preocupación respecto a la opinión de los entusiastas del oficialismo.
Por eso persevero en que el peligro, más allá de la ignorancia evidente, está en cómo esta verborrea maligna ha ido permeando el discurso social. El golpismo, un término que debería infundir preocupación y seriedad, se ha convertido en el grito del día para cualquier disputa entre poderes o, peor aún, para desacreditar a quienes defienden el equilibrio democrático.
La normalización de un golpe de Estado en la mente colectiva no se logra con tanques ni con armas; se logra con palabras mal usadas, repetidas hasta el cansancio por los voceros del poder. Lo que debería ser una alerta grave se transforma en algo tan cotidiano como intrascendente. Así, el oficialismo logra lo que busca: anestesiar a la sociedad ante los verdaderos peligros y convertir el disenso en subversión.
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