Mal no vendría inhalar y exhalar, tranquilizarse, mirar con otros ojos la realidad y oxigenar a la política.
El relevo en la Presidencia de la República abre una muy breve pausa para ensayar otro tipo de relaciones políticas que, sin desconsiderar la condición y fuerza de cada factor y actor de poder, aireen la atmósfera y generen un mejor ambiente. Insistir en la confrontación y la polarización no abona a un entendimiento, siendo que los desafíos en puerta reclaman un mínimo acuerdo para encararlos.
Escudriñar con telescopio y microscopio cada gesto, palabra o acto de la presidenta Claudia Sheinbaum a fin de defenderla u ofenderla y, sobre esa base, vaticinar el éxito o fracaso de su gestión es perder tiempo y distraer la atención de lo sustantivo: dar un horizonte a la nación. Los adversarios, partidarios y comisarios de la jefa del Ejecutivo deberían aprovechar la pausa y replantear su actitud.
Más vale aprovechar el respiro para, luego, no andar con suspiros ni jadeos.
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La convocatoria de la presidenta Sheinbaum a evaluar con cabeza fría lo sucedido los últimos seis años debería ser punto de partida para, efectivamente, reflexionar con rigor y seriedad por dónde y cómo puede transitar el país, sin ignorar que el destino se fijó en las urnas.
Tal reflexión deben acometerla no sólo quienes se oponen o resisten de oficio y sin propuesta al mandato presidencial, sino también quienes lo apoyan con delirio o lo vigilan con celo. A cuatro días del inicio del sexenio, escuchar o leer que Claudia Sheinbaum es más o mejor de lo mismo habla de moldes de pensamiento agotados o del empleo inútil de categorías de análisis rebasadas.
Tales posturas o actitudes hablan de eso o de algo peor. De la insistencia de reconocer con integridad el resultado electoral y desconocer con pusilanimidad la consecuencia política. Y, del otro lado, de la insistencia de presumir con ostentación el resultado electoral y ejercer con soberbia el poder obtenido. Hablan de oponerse sin proponer o de avasallar sin necesidad. Hablan de quienes nomás les falta decir “no me vengan con el cuento de que los votos cuentan” o, a la inversa, de quienes nomás les falta decir “si saben contar, su voto no cuenta”.
Tales posturas hablan de demócratas de dientes para afuera o de demócratas de contentillo, de cínicos ardidos o prepotentes. De subdesarrollo político que, en un descuido, puede descomponer la situación.
Más vale tomar aire y reflexionar.
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Aun cuando no se repare mucho en ellas, las diferencias entre la circunstancia de la presidenta Claudia Sheinbaum y su antecesor no son pocas.
La nueva jefa del Ejecutivo no requiere establecer con firmeza o brusquedad quién tiene el mando. El reiterado y contumaz respaldo recibido en las urnas tanto por ella como por Morena y sus aliados no deja duda al respecto. Cuenta con la votación más alta, obtenida en la posición que ocupa; mayoría calificada en el Congreso; veinticuatro gobiernos estatales; mayoría en veintisiete legislaturas locales; y casi un millar de alcaldías. El cúmulo de poder es innegable.
La mandataria no va a hacer historia, ya la hizo. Ser la primera presidenta de la República la coloca, más allá de lo que realice en su gestión, en ese sitio. Como agregado, asumir tal posición señalando que con ella llegan todas, sin duda, impacta a más de la mitad de la población nacional, las mujeres. Tal hecho, debe darle paz y serenidad para emprender otras acciones. Ser la primera mujer que despacha en Palacio Nacional constituye un hito.
La presidenta ha mostrado disciplina –como método y rigor, no como obediencia– y tal arte, más allá de su carácter, le da por ventaja no actuar con prisa ni ansia, como llegó a hacerlo su antecesor. No tiene tiempo, pero sí esa habilidad.
En contraste a lo anterior, la nueva jefa del Ejecutivo carece de recursos tanto para continuar lo hecho, iniciar lo suyo y garantizar obligaciones y servicios. Los fondos o fideicomisos se agotaron, el déficit público se aumentó, los compromisos se incrementaron, las finanzas de Pemex son un amago y el crecimiento sigue siendo, dicho con suavidad, menos que mediocre y, sin él, el desarrollo es una quimera y la posibilidad del nuevo gobierno algo incierto. Necesita, pues, de recursos con urgencia.
La política, pero también las finanzas y la economía requieren oxígeno.
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En esta última diferencia radica la oportunidad de ajustar las relaciones políticas y sanear la atmósfera.
En su discurso en el Congreso, la mandataria parece entender esa realidad, al menos en la relación con los factores reales de poder. Sólo así puede entenderse el afán de subrayar que se mantendrá la autonomía del Banco de México, la política fiscal responsable, la proporción razonable entre deuda y producto interno bruto, el Estado de derecho y que las inversiones estarán seguras. Manifiesta ánimo para trabajar con ellos.
Tal disposición no se advierte con los actores políticos y, ahí, es donde la oposición y resistencia tendrían también que hacer esfuerzos para ventilar el ambiente. Revisar su actitud si, en verdad, quieren aparecer en escena y cuentan con un guion, con algo qué decir o hacer. Hoy las voces que hablan por ella son deplorables.
Hasta ahora, la presidenta Sheinbaum ha sido prudente. No ha hecho del encono, eje de su discurso; de la polarización, herramienta para distraer la atención; como tampoco de la conferencia de prensa, instrumento de propaganda o gobierno. Hay, pues, una pausa muy breve para sanear la atmósfera y ensayar fórmulas de entendimiento, sin ignorar el peso, la fuerza y el rol de cada factor o actor ni el sentido de la votación.
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Ojalá los adversarios, partidarios y comisarios de la presidenta inhalen profundo y exhalen política. Respiren.
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