Desde que Claudia Sheinbaum tomó posesión, las buenas noticias han prevalecido. El peso fue la moneda que más se apreció frente al dólar, lo cual no es un hecho aislado. Es una señal clara de que los mercados perciben estabilidad, de que las promesas de campaña comienzan a tener eco en la realidad. El peso fuerte es una metáfora del rumbo que empieza a tomar el país.
Además, se rompió el techo de cristal. La verdadera reivindicación del feminismo, el triunfo sobre la falocracia, no solo se materializó, sino que se institucionalizó. Estamos ante un evento histórico: una mujer que no hereda el poder, que no se convierte en figura simbólica decorativa, sino que se erige como mandataria por la voluntad popular. La emancipación es total. Lo demás son hipótesis, interpretaciones. Teorías.
La continuidad o ruptura no deberían ser materia de debate. Mucho menos en un contexto de catástrofes naturales convergiendo con el flagelo de la inseguridad. Los hechos deberían importar más que las etiquetas. El ruido ya no debe ser tomado en serio. Este es otro gobierno. Mientras que en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador el escándalo era nutriente para la mitocracia, ahora el silencio y las palabras adecuadas se imponen. No más sonido que el necesario. La austeridad, en esta ocasión, no es de recursos, sino de palabras.
Es claro que algunos eslóganes del lopezobradorismo se repiten, pero eso no quiere decir que el obradorato siga. Hay un nuevo mensaje en lo que parece ser el mismo discurso. No podemos olvidar algo fundamental: la verdadera deuda de la presidenta no es con López Obrador. No. Es con sus electores. Y da la casualidad que muchos de ellos son obradoristas. Por eso, en las formas, debe haber tintes selváticos, porque no puede ser ingrata con los sufragios que la erigieron como tal. Fueron los votos y no el expresidente los que le dieron la legitimidad y el cargo.
Aquí radica la diferencia fundamental. López Obrador construyó un mito de sí mismo como líder insustituible. Claudia no busca sustituirlo, sino trascenderlo. El obradorismo no muere, pero sí se transforma. La lealtad al proyecto original no implica sumisión. Por eso, Claudia responde a los votantes, a quienes confían en ella para dar continuidad, pero también para corregir. Responde repitiendo algunos mantras de los humedales, aquellos que alimentaron la esperanza de muchos y que siguen siendo necesarios para sostener la estructura.
Van dos días de gobierno. Y fuera de la cacofonía del pejismo jubilado, se respiran aires de progreso y esperanza. Aires que no dependen de la vieja narrativa de la confrontación y el linchamiento verbal, sino de la mesura. La prudencia es la nueva bandera. El verdadero cambio no se verá en los lemas, sino en la disposición al diálogo, en la construcción de políticas que tomen en cuenta el contexto complejo del país, en el entendimiento de que la responsabilidad ahora es otra.
Mientras que antes el escándalo era el sustento de una narrativa mitológica que descalificaba a los adversarios para legitimarse, ahora hay espacio para algo más: la reconciliación. No se trata de borrar el pasado, ni de traicionar a quienes lucharon por el cambio, sino de entender que hay un momento para la confrontación y otro para la construcción.
Es por eso que debemos confiar en Claudia. Porque su deuda no es con el ruido, ni con los ecos de quien ya se ha retirado del centro del escenario. Su deuda es con México. Con todos los mexicanos; que hoy la mayoría pide otra cosa. Pide progreso, pide paz. Y en estos primeros días, a pesar del eco de voces que se resisten al cambio, la sensación predominante es de esperanza. La esperanza de que, finalmente, podamos hablar de un país donde no haya más ruido que el necesario, donde el poder se ejerza con responsabilidad y donde la verdadera transformación sea tangible, sin más mitos que el del trabajo bien hecho.
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