La resistencia es marginal, aunque muchos están convencidos de que es un error monumental precipitarse en la aprobación de las reformas constitucionales que acaban con la autonomía del Poder Judicial Federal y de la Suprema Corte de Justicia, así como la existencia de varios de los órganos constitucionales autónomos. El presidente López Obrador, en su mentalidad de guerra no deja espacio o tregua; en su visión hay que acabar con el enemigo. El problema es doble, el contenido en sí mismo de las iniciativas y la rapidez del proceso legislativo. El país no se ha dado la ocasión para una deliberación suficiente. Cada día surgen más dudas y problemas. Pero la prisa por complacer al presidente que concluye y a quien conceden poderes mayores como la infalibilidad, proceden con prisa y ciega obediencia.
En este contexto es explicable la vehemencia de las posturas en el tema de la sobrerrepresentación, fallo que se ve como última batalla de una derrota previa, la que ocurrió en las urnas. Un proceso electoral manchado por la interferencia presidencial y la parcialidad, que fue avalado por todos, los afectados y los mismos medios y factores de poder independientes. Con ingenuidad se pensó que era suficiente una jornada electoral limpia y ordenada como recurso suficiente para enmendar el fraude presente con años de anticipación. López Obrador entendió el mensaje en las urnas de 2021, había que adelantar los tiempos sucesorios, apretar el clientelismo electoral, colonizar los órganos electorales y aislar a la oposición. Ocurrió a la vista de todos y así se decidió ir a la contienda. La derrota ocurrió en 2023 o antes, lo demás es consecuencia.
Pretender reinterpretar la Constitución para la integración de la Cámara en función de coaliciones plantea irrefutables razones legales y de equidad en la representación democrática, pero el precedente adverso allí está; además, el mismo recurso fue utilizado por los agraviados, en otra dimensión que era la mayoría absoluta y sin mayores pretensiones que la aprobación del presupuesto. El Tribunal Electoral, con algunas excepciones, no está integrado como para esperar una modificación del criterio hasta hoy aplicado. Del todo deseable es que no fuera así, pero el realismo se impone, y derrota que no se asume, habrá de llevarse todo el tiempo.
Los problemas no se pueden soslayar y la aprobación anunciada de las reformas constitucionales representa una herida profunda en el cuerpo democrático del país. La elección de jueces es una farsa, no se trata de resolver el problema de la justicia, además es inaplicable con sensatez, su objetivo es someter a la Corte y el Poder Judicial Federal al interés del grupo gobernante. Es irrefutable que el régimen tendrá mano para definir candidaturas y también los votos, conduciendo a la pérdida del supuesto necesario para la justicia, la independencia y, en consecuencia, la imparcialidad. Sorprende la resistencia marginal a pesar de que afecta a la sociedad por la pérdida de lo que está al servicio de todos, más allá de sus limitaciones e imperfecciones. La reforma debiera ser para fortalecer a los órganos autónomos para que cumplan a plenitud sus responsabilidades, no desaparecerlos. Igual que para el sistema de justicia federal, la propuesta es un engaño y forma parte de un objetivo político, distinto al de mejorar la calidad de la justicia mexicana; de otra manera no se explica que no se incorporen como parte del problema y de la reforma los ministerios públicos, las policías de investigación o los reclusorios.
Pronto habrá mayor claridad sobre la sobrerrepresentación, aunque, como se esperaba, la presidenta del Consejo General del INE, Guadalupe Taddei, confirmó que se aplicará en términos tales que concedería una mayoría sobrada al oficialismo, mucho más allá de las dos terceras partes necesarias para modificar la Constitución. El Tribunal Electoral estudiará el tema y sería extraordinario que revirtiera la decisión. De allí en delante viene el desmantelamiento de la institucionalidad democrática, iniciando por el Poder Judicial Federal y organismos autónomos. No habrá mayor resistencia. Tampoco importará a López Obrador si atemoriza a los especuladores y su impacto en los mercados financieros; además de su convicción de que el cambio beneficiará a su sucesora. El dólar podrá irse a 22 o más, pero el poder obradorista no cederá según ellos a un chantaje inocuo y en su perspectiva manejable. El desmantelamiento de la democracia mexicana está en curso y nada parece contenerlo.
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